martes, 22 de noviembre de 2011

Memorias Ligeramente adulteradas I

El viento jamás se sintió tan cálido, es casi como si me acariciara, como si quisiera reemplazar a la mujer que acabo de perder. El cementerio esta cerca, pero no quiero llegar. Él era su amigo, no el mío, mi única razón de haber venido, es la esperanza de encontrarla.

Odio mi propia debilidad, pero  si solamente me quedase sentado sin hacer nada, la ansiedad terminaría conmigo; cinco minutos terminaron por convertirse en media hora, de pie en la entrada del cementerio.

-Esto es estúpido-

Casi tan rápido como mí boca pronuncio esas palabras, mis pies se alejaron de ese lugar. Estos sentimientos van ha matarme, ya estoy alucinándola, casi creo verla caminando en la esquina,

-¡oh, mierda!-

No es un producto de mi mente, de verdad es ella; probablemente se le hizo tarde, en estos días eso es común en ella. ¿Y ahora que? la acera esta despejada, no hay lugar en el que pueda esconderme. La mejor opción es dar media vuelta, una vez que haya dejado atrás las puertas del cementerio estaré a salvo, ella no me seguirá, jamás lo hizo. Pero una parte de mi piensa distinto, se resiste a caminar. Me quedo ahí de pie esperando que no se percate de mi presencia, que me confunda con un árbol o un auto estacionado  y  pase de largo.

Su rostro rota levemente, me ha visto, mi lapsus de idiotez continua su curso. Le saludo y ella responde; en su rostro se dibuja una mala sonrisa de póker, resultado de su choque interno entre amabilidad e incomodidad.

-¿A dónde vas?-
-Solamente quería caminar – me pregunto si sabia que mentí, si fue así jamás lo dijo.

Caminé con ella hasta la entrada; yo hablé porque quería oír su voz por última vez, quería que dedicara unas últimas palabras solo para mi. En cuanto a ella, lo hizo por que quería que nos lleváramos bien. 
Faltando pocos metros para llegar a la puerta, dejé de caminar, ella camino otros dos metros antes de volver la mirada hacia mí y sonreír; acto seguido continuo su camino.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Vodka Salad

Su caminar era rampante; sus ojos serenos contrastaban con la fiereza que irradiaba. Sus cabellos bailaba, no al son de viento, sino a su propio ritmo; sus dedos acariciaban el aire, como si se tratase de un fino velo de ceda; su piel blanca, pero estaba tiznada (como si acabase de salir de un día de trabajo en una mina).

Ambos, mi asaltante y yo, quedamos petrificados tan pronto como sentimos su presencia; tan reconfortante, tanto que incluso olvide el dolor de mi herida, producto del impacto de una navaja contra mi abdomen.
Nos pasó de largo, caminó directamente hacia quien, cinco minutos atrás, fuera Annie (nombre artístico). la miró, como se mira a una mujer embarazada, sonrío. Con delicadeza coloco sus manos sobre la cara de Annie, y suavemente la levantó (su cuerpo la siguió); la trajo hacia mi, coloco sus labios sobre los míos. Fue cálido, tan cálido que mis ojos no dudaron en liberar sus lagrimas, tenía el mismo sabor que nuestro primer beso; esa mezcla perfecta entre su aliento a aderezo de ensalada y el mio a vodka (sólo así, logra darme valor para hacerlo).

En algún punto, yo morí, y mi asaltante tomo mi cartera (así como el bolso de Annie) y escapó. No sé como fue, ni en que momento; yo seguía pensando en mi primer beso con Ágata (nombre real), y en el segundo, y en el tercero, el cuarto... y por supuesto en el sexo (y todos esos orgasmos, sexuales y no sexuales, que experimente estando a su lado).